sábado, 9 de julio de 2011

Irene

En la plaza del Parque, más allá de los tres columpios que dan con la parada de autobús, han puesto un suelo negro que rebota; los niños lo parcelan todas las tardes con tizas de colores y aparecen entonces tiendas de ultramarinos desconocidas, campos de fútbol de tamaño incalculable, rayuelas en las que no hay que leer nada y áreas rocambolescas de polis y malos, siempre con una salida secreta para que los malos escapen y se pueda jugar otra vez.

Al pasar por encima para ir a trabajar, Irene siente siempre unas ganas irrefrenables de saltar a la pata coja, atender el mostrador imaginario y poner 100 gr. de habas para caldo, recitar el capítulo 68 de Cortazar de memoria mientras salta de uno a otro cuadrito y puede que, ya casi pisando la calle de la Torre, marcar un gol olímpico desde línea de corner para que ganemos otro Mundial.
Casi nunca puede hacerlo porque lleva prisa, o tacones demasiado altos, o la llaman por teléfono. Algunos días no ve nada, aunque mire, porque va distraida con tonterías de adulto, como pagar el alquiler o aprobar unas oposiciones, pero un día que era verano y se había olvidado de quién era, los chavales le dejaron un monopatín supersónico y surfeó toda la plaza subida encima. Al día siguiente tenía agujetas y moratones de golpes que no recordaba. Los vecinos le dijeron que era enteramente culpa suya y tuvo que decir que sí.

Pero cada mañana y cada tarde Irene coge ese mismo camino, aunque podía elegir otro, y de noche, cuando vuelve a casa, espera hasta el último minuto antes de volver a la tranquilidad dura y aburrida del asfalto para sacar la linternita del llavero y revisar minuciosamente las nuevas incorporaciones de tiza al conglomerado negro. Así se enteró ayer de que los ponys también pueden ser verdes y llamarse Roberto, que Amelia ganó el Campeonato Interplanetario de mariola al que las niñas jugaron esa tarde por 6-4, 6-3 y 6-5 y que uno de los malos que atracaron el banco de chicles la semana pasada es en realidad un policía infiltrado al que descubrirán por ponerse un cromo del gato Doraemon en la foto del carné del hampa.

Algunos otros días llueve y no hay tizas que liguen en el limitado y oscuro espacio rebotante de la plaza del Parque. Y entonces Irene se convierte en la mujer más triste del mundo.