martes, 1 de noviembre de 2011

Tras la Ley (o sentido homenaje al hombre escarabajo)

El guardián dijo que esa puerta había sido sólo para mí todos estos años y me la cerró, despiadado, ante mis ojos.
¡Blam! Tremenda corriente de aire tapona-vidas justo cuando éstos empezaban a perder facultades. Quizá hizo bien. Ya no era capaz de distinguir la luz que entraba y salía de las jambas abiertas y que hasta hacía bien poco me dejaba vislumbrar el peluche de su casaca y las pulgas de su cuello.

Poco después me desperté en otro lugar, más blanco y menos frío. Se podía respirar, no como antes, y las palabras cristalizaban ligeras, sin la abotargante dictadura de la K mayúscula que hacía guturales nuestros sonidos al otro lado.
Porque ahora estoy al otro lado.
Supongo que es el de mi puerta, que tantos años quise cruzar sin atreverme, aunque bien pudiera ser que se tratase de cualquier otra: todas deben de parecerse mucho desde la Kosta Ka de la vida.
Respiro aliviado y resuelto. ¡Por fin! ¡Después de tanto tiempo...! Ya no hay guardián que me impida acceder a mi única entrada, seguir por mi único camino, proseguir mi... ¡pero, espera! Algo noto en el cuello que me hace cosquillas.
Tengo puesto un abrigo enorme que no necesito, la temperatura, ya dije, es agradable. Entre las solapas peludas de mi nuevo e inesperado gabán encuentro un parásito pequeño. Me dispongo a asesinarlo con la simple presión digital cuando escucho un castañeteo y me vuelvo.
Allí a mi lado hay un hombre. Es pequeño e insignificante desde mi altura. Me recuerda al pequeño piojito que acabo de cazarme entre el pelo prestado del pecho.
Tirita de frío ajeno a mi presencia. Ahora que me ha visto redobla los temblores por lo que deduzco que me he convertido en un sujeto amenazador y, cuanto menos, tremendamente grande. Yo, que siempre fui enclenque y un poco pusilánime...
No me parece extraño. Podría exprimirle los sesos con las manos, si quisiera, con mi aspecto de ogro, del otro lado.

De los bolsillos le caen briznas de hierba y semillas de cebada y se restriega frenético las manos toscas, curtidas y fuertes, para darse ánimo y calor.
Deambula por el patio blanco de la Ley. Se aproxima a pasos muy cortos, como no queriendo. Con una mirada a media asta, que no me llega a la barba, me va pidiendo permiso sin palabras.
Creo que quiere pasar por la puerta que antes era mía. Alguna fuerza extraña me dice que no debo permitírselo y, de hecho, no lo hago situándome en medio del quicio, tapándole la luz con mi cuerpo enorme.

Tras vacilar unos momentos decide envalentonarse y encaramándose a las puntillas de sus pies me pregunta desde abajo si más tarde podrá hacerlo. Si después podrá por fin cruzar bajo ese marco único que él pronuncia de una forma asquerosamente gutural.
-Es posible.- le miento con absoluto desprecio. – De hecho, nunca debes dejar de intentarlo.

jueves, 13 de octubre de 2011

Sabino

Las noches del Capital eran más que buenas, brillaban. La diferencia entre una función buena y una brillante es que de ésta última se sale con una estúpidísima impronta en la cara: la sonrisa, su irremediable hechizo. A veces la sonrisa es tan clamorosa y el motivo tan liberador que es necesario esconderla, sujetarla entre los labios para no ser blanco de todas las miradas. Otras, sin embargo, apenas surge, va poco a poco desfrunciéndose, desdibujándose como el cosido de un hilo barato que rompe, tal es la desilusión.
En ocasiones es imposible fingirlas. Es una cosa curiosa lo de las sonrisas.

Sabino salía ahora del trabajo con una de las más vistosas. Esa a la que acompañan ojos brillantes y cejas alerta y le convierten a uno en bobalicón a ratos intermitentes (ahora te acuerdas, ahora no). Una sonrisa, como tantos otros placeres cotidianos, de las que conviene ir olvidándose a lo largo del día si se quiere mantener la compostura.

Volviendo a casa, entre Delicias y Palos, observó su reflejo negro de túnel de Metro y pensó en si al morirse podría poner esa cara. No era un hombre guapo y la luz inclemente del vagón sacaba de él lo peor de su fachada. No importaba. Por alguna imprevisible razón, que sólo a Sabino correspondía disfrutar, amenizaba su trayecto mirándose y encontrando su semblante de lo más interesante y satisfecho, satisfecho e interesante, tic-tac; ahora-te-acuerdas, ahora-no, ahora-te-acuerdas,...

Todas las funciones le gustaban. No era un tipo sensible pero toleraba el arte. No se puede aguantar mucho de acomodador de teatro siendo sensible. La farándula lo acaba volviendo a uno loco; es muy divertida y tempestuosa pero también muy canalla: inventa, tergiversa, miente y manipula solo por diversión, sin importarle quién pague luego las consecuencias. Sabino sabía manejarse con ella porque era un hombre tranquilo; no hablaba mucho, no creía nada y sabía escuchar cualquier cosa. Hasta versos.

Lo suyo no era un tema cultivado, ni mucho menos, parecía una cualidad más bien innata. Además, un trabajo con literatura de fondo siempre ayuda un poco. Como sólo escuchaba primeros actos eran sólo esos los que se sabía de memoria. Algunos verso a verso, otros de corrido, como salidos de una lección. Los recitaba sin darse cuenta en sitios tan prosaicos como la bañera o la cola del estanco.
Al principio reparaba en el significado de lo que decían y hasta llegaban a gustarle algunos sonetos pero al cabo de dos o tres funciones la mejor cadencia se le hacía pesada y el soniquete inócuo como un anuncio de la radio. Nunca se le ocurrió leer ningún segundo acto ni quedarse hasta el final de la representación. De simple, no era curioso ni le encontraba la gracia al arte escénico. Sólo aprovechaba su prodigiosa memoria para recordar sin esfuerzo, desde que tuvo uso de razón, todas las alineaciones de la historia del Real Madrid, el Atleti y la Real Sociedad (herencia del abuelo que le puso nombre). Se farda mucho mejor con memoria. A él le gustaba considerarse un hombre práctico, nada más.

'Ahora-te-acuerdas, ahora-no', fue escondiendo su cara de tonto sonriente lo mejor que pudo hasta el final de la Avenida Ezquerra, la única todavía entera de adoquines. Entró en el octavo cé canturreando los versos más bellos que se sabía. Los había escuchado por primera vez aquella tarde. Aurora Mayo los había recitado en la arriesgada intimidad del camerino unos minutos antes de salir a escena. Sin atrezzo, maquillaje ni vestuario. Casi parecía que sin guión. Sólo para él.
Cercanos, al oído, las sílabas se le aterciopelaban tímpano abajo como un mal veneno. Abrazado al cuerpo de Aurora, aquella tarde repasó el tacto nuevo que le transmitían los dedos sin prisa, como acariciando un nuevo y delicado trofeo. Tan cerca que no podía ni mirarla sólo le escuchaba el pecho la respiración y los versos. Y ahora no se le iban de la cabeza.

Por más que Sabino los repitió y repitió mentalmente de camino a casa no sufrieron, esta vez, el fenómeno de pérdida; ni una gota se les fue del sentido originario. La misma tensión seguía ahí, la misma melodía no predicha, las mismas ansias. A Sabino se le incardinó ese ritmo como un torrente, un beso de palabras cada vez distinto que no se agotaba nunca. Esa adicción instantánea le andaba sin freno por las verbas y los sesos y además le ponía cara de memo.
Cuando se dió cuenta de que no estaba seguro de si realmente quería sujetar esa expresión tan delatora que llevaba se le reviró un poco el gesto. Cuando decidió que no lo pretendía en absoluto se asustó muchísimo y, una vez flanqueada la entrada del pequeño apartamento, permaneció varios minutos inmóvil sentado en el sofá de la sala de estar, paseando su sonrisa de bobo idiota por el infinito, una región del espacio-tiempo que, cuando no les alcanza con la vida, los humanos usan de prestado sólo para soñar.

Cuando Adela llegó a casa y lo adivinó así pasmado, idiotizado entre los perfiles de la primera noche ni siquiera encendió la luz. Cruzó la pequeña estancia con desgana y alcanzó la cocina en un esfuerzo sigiloso que le resultó eterno. Un cruel pero sincero fluorescente le alumbraba las bolsas rebosantes de zanahorias, leche en polvo, café y crema hidratante que había dejado caer a sus pies. Encima de la mesa seguían añicadas las piezas de un portafotos de boda que el zombi del salón había roto en un mal día de rabia y que, sin embargo, había prometido reparar casi ipsofacto hacía ya más de un mes. A Adela le dolían tanto las piernas que apenas hizo caso del otro dolor que se le iba agarrando al corazón y los lacrimales. A este, como al de las piernas, ya lo conocía y no tenía remedio.

Mientras iba colocando con calmosa parsimonia cada cosa en su sitio se escuchaba también por dentro. También ella llevaba inserto un torrente.
Ahora decía:
-Vaya por Dios. Otra puta corista.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Falas de espera

Ahora, que ninguna reflexión es nueva, tampoco ningún silencio debería ser igual que otro. Aún así, en las calmosas salas de espera de todo el mundo se oyen silencios parecidos. Algunos hablan tu idioma y contaminan el que tú mismo tienes en mente; otros no son inteligibles, pero resuenan como una campana recién bruñida por entre los butacones, las mesitas de cristal y las revistas corporativas, -esas con artículos a bloque y fotos pequeñitas de corbatas-.
Algunos no están pensados para ser silencios aunque se quedarán en eso; sin duda, los más abrumadores.
Algunas salas no tienen ni siquiera mesitas.

En el bajo azul marino de High Mountain que hay frente a los blanquiazules, el aire suena a ansia, incertidumbre y prisa moderada. Cada nuevo participante en la espera añade su propia melodía de cafetera express y dientes bruxistas cuando cruza la puerta y se sienta frente a un panel electrónico a esperar su turno.
 Así, aún sin verbalizar, se oyen estrofas enteras de precios que no cuadran y sueldos que no alcanzan; estribillos sobre letras y pensiones, embarazos y créditos; novias que no hacen lo suficiente, maridos que nunca debieron llegar a serlo; jefes de Recursos Humanos a los que les tembló el boli bic, la pluma Parker, el Mont Blanc regalo de empresa tras cuarto de siglo de servicio; temibles anuncios de juguetes de Navidad; dictaduras de opinión impuestas en grupos de bar; cárceles familiares en las que uno entró voluntariamente; “el arrogante de tu primo, que lo juzga y opina todo en nuestra casa como si fuera la suya”, “la indiscreta de mi hermana, que seguirá inventándose lo que no pueda cotillear hasta que nos separemos”...

Combinados entre los cientos de 'Mañana empiezo' y 'Que lo haga otro' se resiste a lo inaudible algún 'Soy capaz' aislado. Algún 'Puede que' o 'Si hubiera suerte'. Estos escasos silencios optimistas se ahogan irremisiblemente entre otros miles de 'Y si' y 'No me atrevo' que conforman el tono monocorde del miedo y la mediocridad.
 Las calladas nunca pierden el ritmo y cuentan con un diapasón interno basado en el tedio y la rutina del resignado cum laude. Afinando el oído hay quien ha llegado a coreografiarlas pero son aburridas y no revisten mayor interés que el de llegar a la ventanilla con cierta dosis de donaire administrativo, como para solidarizarse con el funcionario y su, a su vez, también particular ritmo interno de congelación de sueldos.

Un poco más arriba hay otra sala con vistas al mar. En esa la espera es reposada pero jovial, si acaso más noventayochista y gastada, aunque con claro espíritu localista. Los que esperan troquelan el azul de la bahía con los ángeles y panteones marmóreos del cementerio más viejo de la ciudad, sito justo debajo del edificio institucional. Al llamar a los últimos, en los turnos de tarde, el sol se refleja como los oropeles modernistas de Rubén Darío sobre San Amaro y los minutos parecen no pasar, sólo derramarse sin prisa hacia el Atlántico.
Los asientos están todos colocados de espalda a las ventanas. Nadie dice nunca nada de esto.

Los que llenan la sala para su ya cotidiana visita al galeno comentan lo suyo y buscan aprobaciones de experiencia común. Llevan broches, medias de descanso y rebecas de entretiempo sobre los hombros y algunos hasta tirantes, camisas de cuello de almidón y plancha y masaje Floyd de recién afeitado, y así van llenando de infancias y nostalgias los rellanos de la sanidad pública con su cara de satisfechos, de sonreirse al pasar por ver que, dos o tres generaciones antes, ya han estado ahí donde estás tú.

En ocasiones, en la sala de Orilla del Mar no hay silencios, ni fuertes ni flojos; todo se habla a viva voz. Así es necesario conocer que Balbina López Marín, a la que han llamado por error hace un minuto pensando que sólo necesitaba recetas, hace ya varias semanas que se viene quejando de unos dolores 'del reúma' en la cadera. Al principio lo achacaba a las palizas que le daban los nietos 'pero claro, ahora ya no están aquí, porque a mi hija la destinaron a Cartagena y se fueron todos. Y qué quieres hija, pues a mí me duele que no estén, lo que los echamos de menos, JesúsJosé. Pero así te es la vida. Problemas ninguuuuno, lo que pasa es que me sigue doliendo la cadera. Que digo yo que será del reúma, porque mi cuñada Celia, la de Ribeira, también empezó así y mira ahora, en el Juan Canalejo día sí y día no. Así que aquí te estoy.'

Alguna otra mujer llamada Estrella o Remedios o Consolación, a la que llamarán Concha, rebotará en común entonces la historia de Balbina, aderezándola con sus propios nietos y dolencias hasta pasarle el testigo a alguien más que esté deseando explicarse y poner así sus ideas en orden. Finalmente, se termina debatiendo sobre patologías, diagnósticos y tratamientos. Todo se vuelve un poco más académico cuando también baja Amalita, una señora de Cádiz que tiene un hijo farmacéutico.

Otros de los que esperan no son de conocer ni conocerse, ni tienen su nombre a mano en la memoria por falta de uso. Buscan siempre asiento en la esquina izquierda de la jaulita salubre de Orilla del Mar, lejos de Balbina y los señores con tirantes. Una vez se acurrucan, se están un rato así, mirando abajo como ausentes mientras sobrevuelan los nichos y lápidas de un Cementerio Inglés que hay al lado del anterior, en un alarde de coraje ad tempore que daría escalofríos a cualquier otro con menos años.

El mutismo de estos sí viene bajito y hay que ponerle mucha atención para entender cualquier cosa porque estos silencios, en el fondo, no se fabrican sino que se hacen solos; la mayoría son recuerdos de reproches no acabados, pulsiones culpables antiguas que siguen en activo y encadenan una congoja a otra, como rosarios sin música, siempre con la misma cadencia de cantinela. 
Pesan y se les nota cuando se levantan a entrar en consulta, que les tira del lombo según caminan y no se pueden estirar. Nadie, sin embargo, les pregunta nunca por su reúma sin tener delante la tarjeta azul y blanca del Sergas, esa del número larguísimo. Tampoco por lo bien o mal que les crecen las plantas, si tienen mano con los perros grifón o los motes de cariño por los que se les conocía en el barrio en los años sesenta, antes de marcharse a Suiza.
Cuando la asistente sale al pasillo y levanta la voz con sus nombres no son quien de reconocerse hasta escucharse completo el último apellido.
A algunos hasta se les pasa el turno por eso.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Catarros permanentes

La gente es imbécil. Eso es algo que todos hemos acabado intuyendo alguna vez. Lo intuimos porque no queremos creerlo a pies juntillas; al fin y al cabo nosotros también somos gente. Pero eso no importa. Tampoco el saber que, una a una, las personas son muy diferentes y existen vidas que gustan a todos los colores. Es lo de menos. Militar en la pluralidad y el respeto al otro corta el rollo, resta gracia porque desanima, obliga a pensar, hacer autocrítica y leer periódicos. Esto último desanima a cualquiera.
El público es un gran hijo de puta”; el público también es gente, también masa, también suma de individualidades que se esconden tras un solo rostro común, deformado y difuso. Todos unos idiotas. Wilde lo confirmó con su nombre salvaje.

La gente piensa que tener veinte o treinta años es envidiable, porque estás en la cima del mundo, o en la cima equidistante de tu vida que, para el caso, sigue siendo el mundo conocido de cualquiera; también que los guapos son más felices y que las parejas casadas se quieren más.

Existe un fenómeno simpático, emparentado con los ríos y sus caudales sonoros, que asegura que “cuando mucha gente lo dice es porque es verdad”. Por ejemplo, mucha gente sabe, de primera mano- de buena fuente, que la chica esa del cuarto izquierda, -Tania, la dulcísima Tania- es una fresca. No hay más que verla. La Gente, por más que me pierda ritmo, es muy inclemente, y la ha visto sonreir, pizpireta y despreocupada a la vuelta de la compra, y subirse a doce coches diferentes en una misma semana sin una pizca de pundonor, “¡que ya está bien!”.
Fastidia que sea guapa y pueda ponerse lo que quiera. También que la vengan a buscar todas las tardes, haga frío o queme el sol, y a tí no. Desespera que le importe bastante poco la imagen que pulula de ella porque tiene otras cosas más importantes en las que pensar..., cuando piensa.
Repatea que no conteste lo que no quiere contestar, no pregunte lo que no quiere saber y no escuche lo que no quiere oír.
Lo de sonreir es la gota que colma el esófago de la gente bien informada; es lo que hace que la envidia se les salga de la boca como vómito de virus gastrointestinal: disparada y al suelo. Ser feliz cabrea mucho a la gente que no lo es ni sabe serlo y, si sonríes, mucho más. 
Que se lo digan a Tania.

La gente piensa que el fuel es azabache y no muerte. Está convencida de que es un Prestige dotar de Prestige a los que lo dejaron romper y hundir a su suerte y la de los vientos. Por eso les dan medallas que son doradas, y no negras, para felicitarse y agradecerselo a los Padres Putativos desde lo más hondo del lecho marino. Ahora ya, y para siempre, lecho cobalto.

La gente es muy lista y no se le escapa ni una. “Cóntalle os pelos a un can”, a xentiña, meu Deus. Sabe perfectamente que los bohemios y los artistas son borrachos per se y además unos vagos porque no tienen horario ni desayunan Danacol por las mañanas; que los melancólicos somos maníaco-depresivos, se nos ve en la cara, amén de improductivos y poco fiables porque no le echamos tiempo ni ganas a eso de contrastar versiones para que todo cuadre, como en una peli de juicios, porque la vida no es una peli, ni de juicios, ni de ninguna otra cosa; que los homo-, bi-, trans-, y confuso-sexuales, unos pervertidos, digan lo que digan y expliquen lo que expliquen, ("Ah, ¿pero te estabas explicando? No te oí") y las niñas de colores que se amoratan al relente de la Casa de Campo, unas putas consumadas que además (seguro, yo lo sé de buena tinta negra de calamar) disfrutan muchísimo en su actividad profesional.
Todo eso es así y no se hable más. Es lo que dice la gente que, como el cliente de Corte Británico y la Gran Enciclopedia Larús, siempre tiene la razón.

La gente es imbécil. Un Nóbel mágico decía que “el corazón tiene más cuartos que una casa de putas”. Por eso los artistas viven en varias casas a la vez. A esta gente de corte Imperio y fachada engañosa nadie le ha explicado que a los frescos como Tania nadie les quita los soberbios pasos de baile que han dado, ampliamente sonrientes, en los mejores teatros del mundo; que a las menores sin mayores, neo-misses de parque urbano, ángeles de Machín -con maracas y sin gardenias para tí-, les importa tres cojones que el Pundonor o el Placer aparezcan en el diccionario -antes viene la H (de hambre), la M (de miedo) y la D (de Déjame en paz)- ; que los sexuales sin prefijo somos todos, aquí y en Pernambuco; que el petróleo es negro, escurridizo, pegajoso y huele mal y nunca será azabache ni se venderá en las praterías de la Praza das Praterias.

La gente es tan tonta, cuando es Gente y no personas, que nunca entenderán mis catarros permanentes de corazón y me seguirán recetando pastillas para el cerebro; regalando falsa bisuteria de fuel; citando a la RAE como a una Torah de guión barato; subiendo los alquileres de los muchos cuartos de mi víscera congestionada y llena de mocos.
De nuestro corazón débil y enfermo, perennemente acatarrado.

(Octubre, 2004)

domingo, 14 de agosto de 2011

Maldición

Y que cuando me fuí no fuí quien de despedirme. Y que ella me odia. La muy puta. Esté donde esté. Yo la siento. Me grita todo el tiempo desde lejos y la oigo aunque no quiera. Hasta debajo de las mantas.
Desgraciada.

El Chino dice que me pudriré poco a poco por dentro. Como una manzana con bicho. Que él ya lo ha visto en otros. Que te jodan Chino. Si no noto nada. Pero lo espero. Esta ahí. Ahí. Antes o después me joderá. Y por eso estoy paranoico con los latidos. Y las pesadillas.
La Tari y El Chino se ríen. Cabrones. Ellos no tienen el bicho. Ni lo imaginan.

A ella la ví mirarme como si viera a un muerto. Unos ojos de pavor con sabor a almendra amarga, a pegamento de barra. Ahí fue cuando empezó a bisbisear y a presignarse como una vieja.
Perra.

Dicen que es peor maldición si no crees en ella. El gusano del corazón repta desde dentro, el muy cabrón y te sorprende. Y te mata ahí mismo. En donde estés. Con la vida reempezada ya. O sólo respirando. Pero en marcha. Y te vas a tomar por culo. Y nadie se acuerda.

Me buscaban. Corrían todos como locos cuando me fuí. Ella dijo que me iba a matar desde lejos. '¡Desde lejos cabrón por lo que le has hecho a La Niña!' Ahí fue el conjuro. Y yo ahora lo sé. Y creo que creo en el gusano. Y también en La Niña.
 Mientras le apretaba la garganta con una de esas braguitas elásticas de colores me lo dijo: 'Tú estás maldito'. Ya sabía que nada más iba a crecer en esa cabecita castaña, de medio mujer con purpurina. Yo no quería que creciese nada más si no iba a ser para mí.
Ni para mí.
Para nadie.
 Me maldijo. Como una peste. Todos me lo notan ahora. Que voy marcado y jodido por su culpa con esa purpurina adolescente y ese tufo a podre de los malos conjuros. De mierda de viejo acabado, sentado al sol todo el puto día.
Tenía que habérselo hecho al Chino. Y a ella. A ella más que a nadie. Por bruja.
Mala Puta.


Septiembre 19, 2007 14:33

miércoles, 10 de agosto de 2011

The Atlanta

I was married once, just by chance. It was April in Bangkok and I was feeling so much younger than now, even though I wasn´t. It lasted only three days but time slows almost to a stop at the Atlanta Hotel; those hours and memories will remain there, trapped in that bizarre corner of the world forever.

The dim lights at that strange and hidden hotel’s entrance create an atmosphere almost unreal. Something like a vívid dream or the conscience of being just a character into a Raymond Chandler, Henry Miller, Agatha Christie' s novel. Something ridiculous. Something impossible. "Something it can´t happen and it won´t".


The air was chillingly decadent, with a stale scent likely emanating from the ancient light bulbs in the hallway that pushed up reality through the glass of a gansters movie. How creepy but excitant was walking around the different parts of the old lounge filled with the clutter of antique books, maps and city guides, with a generous collection of tourist warnings about the city, thai and Bangkok people or the way we, the farangs, arrogants westerns, had to behaviour to remain alive when death penalty was still on use.




















The cozy hallway that has welcomed countless princes, princesses, writers and artists from all corners of the world still has "the same look and furnitures of the original Atlanta Hotel", as they proudly tell you upon check-in.
The Atlanta Hotel is more than just an old-fashioned place to stay; it is a time machine that takes its guests directly back to 1952. Everything remains exactly where it has always been: phones, portraits, mirrors, tables, chairs, and even an Atlanta Hotel handwritten letter. All is there as it was, unchanged, and you could feel it. You had to. How couldn´t you.




 

That hall made you feel like Grace Kelly even in the overwhelming heat of the Tropics; maybe that´s why all around the place there were readable unusual expressions in really old fashioned moods asking you to 'dress properly or you will have to look for another hotel, more suitable with your clothes'.
More an order than a request. All kind of reprobations installed at the majestic round red couch; the standing shining metal fans; the pair of long bronze-colored sausage dogs who watch over the place as babilonic sphinxes´... A sensuality even bigger due to those forbidden sins, highly recommended not to practise.

But everything at The Atlanta Hotel seems to fit, like part of some spellbound alternate dimension which surrounds it all of a frightening spell; such an energy that forced you up to stay there one night more, tied up to the story of that suspicious austriac, Dr. Henn, who founded this kind of moral reduct with his beloved and younger thai wife after World War II. So you look at their portraits and decide to stay, despite of the ghostly long dark corridors and the eerily silent fourth floor.
One faith false step and you could ruin it all in a minute. Had to become part of the spell to survive, in one way or another, as you were breathing that air.




After crossing the restaurant door, you knew Casablanca wouldn´t be a movie in your head anymore. A nice correct girl asks you to wait while you smell sweet big flowers around the desk. Sunlight passes through authentic bamboo blinds and large fans circulate a peaceful air throughout the room, creating a relaxing,  polite, so classy oasis from the chaotic monster metropolis outside the confines of The Atlanta.An unusual spot to have a continental breakfast; as high business men, a refined countess from the old Russia or an international envoyee from any western and interested government, -who is there just to spy it all-, would do in your shoes.


Then, like in one of those illogical Chesire Cat´s riddles, you meet the lady who can feed you or not; "It depends whether she likes you or not. So please be polite ´cause she has been the maître at The Atlanta Hotel for more than 40 years and you are the one with more chances to leave if you both don´t get along”. An old, elegant thai woman with patient eyes but inquiring and severe sight who stares you in the eye as no other host in Thailand would do, and asks you for your name, chats with you for a while, tells you proudly who she is and how old she was when she first stepped at 'The Atlanta', and then treats you kindly ´cause she knows you are simply terrified but thrilled at the same time.


Characters from another time, in shots from another life. Another sounds, faces and tastes to keep in mind as lost treasures. Or maybe just to let them go, as The Atlanta should have gone time ago, swept out by age currents, carrying inside thousands of stories from a time that won´t come back; as the one we lived when it was always summer and you and me were, too, another people.
A just married, so in love, passionate and respectful catholic couple.
Mr. and Mrs.You.
Just by chance.

lunes, 1 de agosto de 2011

Agosto


-Nombre y apellidos del beneficiario.- La sala se hacía húmeda y asfixiante; una estancia condensada y ocre. Toda ocre. Toda entera. Hasta los papeles y los bolígrafos bic-cristal-escribe-normal arracimados en latas y vasos publicitarios.
Hacía un calor irrespirable, de los que se cortan. De los que se cuelan por debajo de la ropa. De los que te llevas a casa.

Nombre y apellidos del beneficiario, por favor! - Los ojos impacientes de la señorita tras el mostrador se levantan buscando respuesta. Escrutan un DNI. Vuelven a interrogar al cliente.
Éste, entretanto, pierde la vista en la luz. “La luz lo cambia todo”, se dijo. “Estás triste en un día radiante y sufres el triple. Y al revés también; si eres dichoso por algo seguro que llueve y lo estropea. Esta luz de hoy entra despacito por todas partes. Es dorada y bonita y se cuela por las rendijas, y por estas persianas de oficina, de serie de abogados. Y por debajo de las puertas. Entra aunque tú no quieras. Se ven todas las motitas de polvo volando y haciendo foco, como en un estreno. Un estreno de aquellos de los del Capital, que íbamos tantas veces”.

-¡Oiga! ¿Me escucha? ¡Nombre y apellidos de la persona receptora de la póliza! (Me tenía que tocar a mí este. Hoy. Justo hoy.) A ver, mire. Usted está haciendo un ingreso en la póliza de un seguro, que encima ni siquiera sabemos si es a través de esta entidad..., pero si no me dice el nombre de algún beneficiario, un número de cuenta, ¡algo...! ¡no sé cómo quiere que le ayude!

El parloteo incesante de la señorita le entra a Ventura en los oídos como algodonado. Recuerda a la batería de reproches en una mañana de resaca. De alguna manera lo despierta. Reacciona.
-Marina- le apunta bajito-.

-¿Marina?- repite ella en voz alta dejando la discreción de Ventura a la altura del betún, -¿Marina qué más? -
Calor. Cómo se nota ya el calor, invasor, encima. Ventura se desabrocha un botón. Se afloja la corbata. Qué infierno.

-Sí- resopla Ventura. Suda. Le caen gotas. Comienza el sofoco. No, sólo ha sido un aviso. Se despega los tirantes del cuerpo y la camisa almidonada que le ha planchado la patrona. Dios mío.
-Vélez. Marina Vélez- pronuncia en tres intentos de proeza levantando el tono. Qué bochorno. Como en aquel día. Con ese vestido de topos. Azul marino y blanco. Blanco y azul marino. De verano pegajoso y atorrante, como hoy. De manga corta y falda a la rodilla, entallado justo en el sitio correcto. Y qué guapa estaba.

-Muy bien. ¿A ver? Veeeleeez – una mano de uñas rosas va garabateando con desgana el impreso. El tintineo de unas pulseras se ahoga en lo denso del aire - Vale. ¿Alguna relación de parentesco?

- ... ... – “Qué guapa, sí. Con aquel vestido. Y yo que pensaba que no le gustaba. Y cuántas veces se lo puso. “Con este vestido siempre estoy de estreno”, decía, y sonreía, y me lo gorjeaba al oído. Era por darme gusto. Porque nunca le regalé nada. Sólo ese vestido, que lo ví ahí colgado en los escaparates de Carretas y ya la ví a ella dentro. Como marmol blanco bajo seda china, aunque fuese nailón. Como el marfil de sus caderas cuando iba conmigo del brazo, con su contoneíto Gran Vía abajo, a los estrenos del Capital.”

-¡Oiga! ¡Relación de parentesco! Mire, ¡está usted tardando mucho! ¿No me estará tomando el pelo, verdad? ¡Haga el favor de centrarse un poc...!-

-Era mi esposa.- interrumpe despacio Ventura, marcando cada sílaba -Nos casamos en Buenos Aires-.
La temperatura es ya insoportable, el calor es enemigo. Un brillo finísimo le asoma por el cuello de la camisa. De haber un ventilador, la película de sudor que lo iba envolviendo le habría aliviado algo. “Hay que ganarlo. Vencerlo. Despierta Ventura. Esto hay que hacerlo como sea y antes de que te mueras, a poder ser”.

-El apellido Vélez es mío, su nombre de soltera es Martínez. Pero no volvió a usarlo. Ni siquiera en el regreso. Creo que tiene dos hijos, pero no usan su apellido... ¿Usted cree que es mejor ese o el otro?

-¡Pues obviamente el que utilice ahora! ¡Aclárese usted! Nos vamos a eternizar, si no. ¿Qué edad tiene esa señora? ¿Es española? ¿Vive en la Comunidad de Madrid? ¡Por favor, concéntrese!- se desespera la oficinista mientras mira de reojo el reloj.

–... ... ... – “Y cómo nos miraban todos. Qué garbo tenía. Un día iba a llevarla a Chicote y no quiso. Tontina ella..., “no gastes en Chicote que es caro”, me decía. Total, para lo que nos sirvió el dinero... Si yo sólo quería que nos mirasen, que se fijasen en mi rubia y se quedasen todos verdes de envidia. Pero no los del Pajarito, que vistos nos tenían de sobra, sino los otros, los de los despachos. Los que estaban tan acostumbrados a no dejarse explotar. Los que llevaban chaqueta y chaleco, y un reloj dentro del bolsillo del que sólo asomaba el cordón y se tenían por gente seria y cabal aunque fuesen unos petulantes de tomo y lomo. Esos que nunca fueron al Pajarito ni al Brillante ni pusieron un pie más allá de los Jerónimos hasta que los nacionales cercaron Madrid y tuvieron que ir rifando dignidad por las corralas para acallar su conciencia antes de pasarse a territorio rebelde.

Pero todo aquello fue después... Ese verano yo solo tenía una cosa en mente. Por eso aquel trapito fue más regalo para mí que para ella. Quería que supiesen que podían tener muchos cuartos pero a Marina no. A Marina sólo yo. Para mí sólo, mi rubia. Para mí, sol de mis días.”

-Mire, señorita, por favor....- ruega el anciano mientras va perdiendo altura por momentos y tira el cubilete de los bolis.

- ¿Oiga? ¡¿Oiga?! ¿Me escucha?.... ¡Manuel! - grito de alarma del otro lado del mostrador- ¡Manuel! Por favor, ayúdame con este señor. ¡No, no! Deja a los de seguridad, si no es nada. Es que yo creo que se está mareando... – la empleada se apresura, sale de barrera y sienta al cliente en un sofá de banco con la ayuda de un cincuentón vestido de conserje- ¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra mejor? Nos ha dado usted un susto... Ya pensábamos que había que llevarle a Urgencias.

Ventura vuelve a los vivos y se crece como un acento gallego. -No, no, si no es nada. Me pasa a veces, ¿sabe?. Soy bastante mayor.- Intenta sonreir pero nota el aire pesarle sobre la piel como se nota pasar el tiempo. Muy despacio. Lentísimo. -¿Tienen ustedes prisa?...¿se va usted ya?

-Pues, ...esteee, no sé. No... -El cincuentón trae un vaso de agua. La oficinista consigue que el jubilado beba un poco mientras decide qué hacer. Está tibia y sabe a cloro. Un agua de cuarto de baño.-Bueno mire, es que ya es mi hora de salida, está tardando usted mucho, y yo he quedado, no le puedo esperar. Entiéndame...

-¿Ha quedado por aquí cerca señorita? Va usted al cine, seguro... ¡Déjeme, déjeme! ¡No se moleste, que estoy perfectamente!

-Déjale Manuel...- sugiere la mujer con gesto cómplice- Ya me hago yo cargo. Tú vete mientras a cerrar, anda, o no nos vamos nunca. ¡Bufff! Bueno, a ver, -resuelve- vive usted en Lavapiés ¿verdad? Sí, aquí lo tengo. ¿A ver? Caaalle del Calvaaario. ¿Quiere que le llamemos a un taxi? Será lo mejor.

-No, no, no, no. Por Dios. ¡Un taxi! Ni que saliera de Las Ventas. Ya estoy mejor. Fue el calor solamente. A mi edad... Este calor...Hay que ganarle al calor, ¿sabe? Si no se confía y acaba contigo....- Hace una pausa en busca de su voz de siempre. La tiene profunda y grave. Lo sabe bien. No se le ha olvidado. Han sido muchos años pero no importa. Ahora. Ya está. “Componte Ventura. Con lo que tú has sido”. - Prefiero caminar. Déjeme acompañarla hasta la esquina con Callao. Tengo que tomar el aire. Me hará bien. Es decir, si no le importa. Si va al cine irá usted a la Gran Vía, seguro, y a mí me queda de paso. Fíese de mí hombre, si soy un carcamal..., ¿qué mal le puedo hacer?

-Pueees..., sí, la verdad- musita la muchacha mientras lo observa con curiosidad. Una pátina brillante le recorre los lóbulos de las orejas y cada surco de la cara, tan vetusta, que exhibe ahora una tranquilidad de poker. Los ojos, sin embargo, resultan más jóvenes. Los tiene grises y claritos, parecen bravos pero de ley. Pasan tres segundos espesos en los que nadie dice nada.

-¡Pues sí, mire, he quedado con mi novio en la Gran Vía! Vamos al cine a ver una película nueva, de un tal 'Guachovsqui', o no sé qué... Es mi novio el que controla de esto- se encoge de hombros-. En fin... Venga, sí. No me atrevo a dejarle solo. Al final, si le pasa algo me iba a sentir responsable... Espere que fiche la tarjeta y salimos. Será un momento.

-... ...- (“Al cine. Lo sabía. Lo sabías Ventura. Sabes más por viejo. Como siempre”) -De acuerdo.-responde el anciano- Muy amable -le dice al conserje mientras le devuelve el vaso de plástico pequeñito.- ¡Y disculpe lo de la póliza! Quizá pueda volver otro día...

- . –le ataja la empleada- Otro día. Espérese aquí quieto, ande. Ahora mismo vuelvo.

Ventura la vio adentrarse, de nuevo, al otro lado del mostrador. Las sandalias de aguja corta le golpeaban el linóleo y las sienes con un andar rumboso, un rumor lejano. Era bonita la chica. Era preciosa. Qué paciencia había tenido. Fuera del mostrador aún sonreía. Dentro era implacable. Volvió repicando la tarima como cuando se fue. Venía leyendo algo en uno de esos teléfonos pequeños que tiene ahora todo el mundo y sonreía como una adolescente. Se había pintado los labios y soltado las horquillas. El atardecer le brillaba la melena corta, que le ardía con cada movimiento sin que ella se diera cuenta.
Agarró a Ventura de un brazo, como en las zarzuelas.
-Bueno, pues ya podemos irnos. ¡No, no se preocupe por las puertas! ¡Se abren solas! Hasta mañana Manuel.

La calle era una tibieza de adoquines y tacones. El aire se despejaba despacio con los últimos rayos de sol grande escondiéndose tras los edificios y la fresca de la tarde, que caía como un maná.
La calle olía a calle. Ventura y su rubia consiguieron bajarla juntos sin despegarse, con un mismo paso, silencioso y sincrónico, hasta llegar al Capital, donde la dejó sin apenas parar a despedirse.

En Madrid era Agosto.
En el corazón de Ventura también.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no echó de menos Buenos Aires.