-Nombre y apellidos del beneficiario.- La sala se hacía húmeda y asfixiante; una estancia condensada y ocre. Toda ocre. Toda entera. Hasta los papeles y los bolígrafos bic-cristal-escribe-normal arracimados en latas y vasos publicitarios.
Hacía un calor irrespirable, de los que se cortan. De los que se cuelan por debajo de la ropa. De los que te llevas a casa.
-¡Nombre y apellidos del beneficiario, por favor! - Los ojos impacientes de la señorita tras el mostrador se levantan buscando respuesta. Escrutan un DNI. Vuelven a interrogar al cliente.
Éste, entretanto, pierde la vista en la luz. “La luz lo cambia todo”, se dijo. “Estás triste en un día radiante y sufres el triple. Y al revés también; si eres dichoso por algo seguro que llueve y lo estropea. Esta luz de hoy entra despacito por todas partes. Es dorada y bonita y se cuela por las rendijas, y por estas persianas de oficina, de serie de abogados. Y por debajo de las puertas. Entra aunque tú no quieras. Se ven todas las motitas de polvo volando y haciendo foco, como en un estreno. Un estreno de aquellos de los del Capital, que íbamos tantas veces”.
-
¡Oiga! ¿Me escucha? ¡Nombre y apellidos de la persona receptora de la póliza! (Me tenía que tocar a mí este. Hoy. Justo hoy.) A ver, mire. Usted está haciendo un ingreso en la póliza de un seguro, que encima ni siquiera sabemos si es a través de esta entidad..., pero si no me dice el nombre de algún beneficiario, un número de cuenta, ¡algo...! ¡no sé cómo quiere que le ayude!
El parloteo incesante de la señorita le entra a Ventura en los oídos como algodonado. Recuerda a la batería de reproches en una mañana de resaca. De alguna manera lo despierta. Reacciona.
-Marina- le apunta bajito-.
-¿Marina?- repite ella en voz alta dejando la discreción de Ventura a la altura del betún, -¿Marina qué más? -
Calor. Cómo se nota ya el calor, invasor, encima. Ventura se desabrocha un botón. Se afloja la corbata. Qué infierno.
-Sí- resopla Ventura. Suda. Le caen gotas. Comienza el sofoco. No, sólo ha sido un aviso. Se despega los tirantes del cuerpo y la camisa almidonada que le ha planchado la patrona. Dios mío.
-Vélez. Marina Vélez- pronuncia en tres intentos de proeza levantando el tono. Qué bochorno. Como en aquel día. Con ese vestido de topos. Azul marino y blanco. Blanco y azul marino. De verano pegajoso y atorrante, como hoy. De manga corta y falda a la rodilla, entallado justo en el sitio correcto. Y qué guapa estaba.
-Muy bien. ¿A ver? Veeeleeez – una mano de uñas rosas va garabateando con desgana el impreso. El tintineo de unas pulseras se ahoga en lo denso del aire - Vale. ¿Alguna relación de parentesco?
- ... ... – “Qué guapa, sí. Con aquel vestido. Y yo que pensaba que no le gustaba. Y cuántas veces se lo puso. “Con este vestido siempre estoy de estreno”, decía, y sonreía, y me lo gorjeaba al oído. Era por darme gusto. Porque nunca le regalé nada. Sólo ese vestido, que lo ví ahí colgado en los escaparates de Carretas y ya la ví a ella dentro. Como marmol blanco bajo seda china, aunque fuese nailón. Como el marfil de sus caderas cuando iba conmigo del brazo, con su contoneíto Gran Vía abajo, a los estrenos del Capital.”
-¡Oiga! ¡Relación de parentesco! Mire, ¡está usted tardando mucho! ¿No me estará tomando el pelo, verdad? ¡Haga el favor de centrarse un poc...!-
-Era mi esposa.- interrumpe despacio Ventura, marcando cada sílaba -Nos casamos en Buenos Aires-.
La temperatura es ya insoportable, el calor es enemigo. Un brillo finísimo le asoma por el cuello de la camisa. De haber un ventilador, la película de sudor que lo iba envolviendo le habría aliviado algo. “Hay que ganarlo. Vencerlo. Despierta Ventura. Esto hay que hacerlo como sea y antes de que te mueras, a poder ser”.
-El apellido Vélez es mío, su nombre de soltera es Martínez. Pero no volvió a usarlo. Ni siquiera en el regreso. Creo que tiene dos hijos, pero no usan su apellido... ¿Usted cree que es mejor ese o el otro?
-¡Pues obviamente el que utilice ahora! ¡Aclárese usted! Nos vamos a eternizar, si no. ¿Qué edad tiene esa señora? ¿Es española? ¿Vive en la Comunidad de Madrid? ¡Por favor, concéntrese!- se desespera la oficinista mientras mira de reojo el reloj.
–... ... ... – “Y cómo nos miraban todos. Qué garbo tenía. Un día iba a llevarla a Chicote y no quiso. Tontina ella..., “no gastes en Chicote que es caro”, me decía. Total, para lo que nos sirvió el dinero... Si yo sólo quería que nos mirasen, que se fijasen en mi rubia y se quedasen todos verdes de envidia. Pero no los del Pajarito, que vistos nos tenían de sobra, sino los otros, los de los despachos. Los que estaban tan acostumbrados a no dejarse explotar. Los que llevaban chaqueta y chaleco, y un reloj dentro del bolsillo del que sólo asomaba el cordón y se tenían por gente seria y cabal aunque fuesen unos petulantes de tomo y lomo. Esos que nunca fueron al Pajarito ni al Brillante ni pusieron un pie más allá de los Jerónimos hasta que los nacionales cercaron Madrid y tuvieron que ir rifando dignidad por las corralas para acallar su conciencia antes de pasarse a territorio rebelde.
Pero todo aquello fue después... Ese verano yo solo tenía una cosa en mente. Por eso aquel trapito fue más regalo para mí que para ella. Quería que supiesen que podían tener muchos cuartos pero a Marina no. A Marina sólo yo. Para mí sólo, mi rubia. Para mí, sol de mis días.”
-Mire, señorita, por favor....- ruega el anciano mientras va perdiendo altura por momentos y tira el cubilete de los bolis.
- ¿Oiga? ¡¿Oiga?! ¿Me escucha?.... ¡Manuel! - grito de alarma del otro lado del mostrador- ¡Manuel! Por favor, ayúdame con este señor. ¡No, no! Deja a los de seguridad, si no es nada. Es que yo creo que se está mareando... – la empleada se apresura, sale de barrera y sienta al cliente en un sofá de banco con la ayuda de un cincuentón vestido de conserje- ¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra mejor? Nos ha dado usted un susto... Ya pensábamos que había que llevarle a Urgencias.
Ventura vuelve a los vivos y se crece como un acento gallego. -No, no, si no es nada. Me pasa a veces, ¿sabe?. Soy bastante mayor.- Intenta sonreir pero nota el aire pesarle sobre la piel como se nota pasar el tiempo. Muy despacio. Lentísimo. -¿Tienen ustedes prisa?...¿se va usted ya?
-Pues, ...esteee, no sé. No... -El cincuentón trae un vaso de agua. La oficinista consigue que el jubilado beba un poco mientras decide qué hacer. Está tibia y sabe a cloro. Un agua de cuarto de baño.-Bueno mire, es que ya es mi hora de salida, está tardando usted mucho, y yo he quedado, no le puedo esperar. Entiéndame...
-¿Ha quedado por aquí cerca señorita? Va usted al cine, seguro... ¡Déjeme, déjeme! ¡No se moleste, que estoy perfectamente!
-Déjale Manuel...- sugiere la mujer con gesto cómplice- Ya me hago yo cargo. Tú vete mientras a cerrar, anda, o no nos vamos nunca. ¡Bufff! Bueno, a ver, -resuelve- vive usted en Lavapiés ¿verdad? Sí, aquí lo tengo. ¿A ver? Caaalle del Calvaaario. ¿Quiere que le llamemos a un taxi? Será lo mejor.
-No, no, no, no. Por Dios. ¡Un taxi! Ni que saliera de Las Ventas. Ya estoy mejor. Fue el calor solamente. A mi edad... Este calor...Hay que ganarle al calor, ¿sabe? Si no se confía y acaba contigo....- Hace una pausa en busca de su voz de siempre. La tiene profunda y grave. Lo sabe bien. No se le ha olvidado. Han sido muchos años pero no importa. Ahora. Ya está. “Componte Ventura. Con lo que tú has sido”. - Prefiero caminar. Déjeme acompañarla hasta la esquina con Callao. Tengo que tomar el aire. Me hará bien. Es decir, si no le importa. Si va al cine irá usted a la Gran Vía, seguro, y a mí me queda de paso. Fíese de mí hombre, si soy un carcamal..., ¿qué mal le puedo hacer?
-Pueees..., sí, la verdad- musita la muchacha mientras lo observa con curiosidad. Una pátina brillante le recorre los lóbulos de las orejas y cada surco de la cara, tan vetusta, que exhibe ahora una tranquilidad de poker. Los ojos, sin embargo, resultan más jóvenes. Los tiene grises y claritos, parecen bravos pero de ley. Pasan tres segundos espesos en los que nadie dice nada.
-¡Pues sí, mire, he quedado con mi novio en la Gran Vía! Vamos al cine a ver una película nueva, de un tal 'Guachovsqui', o no sé qué... Es mi novio el que controla de esto- se encoge de hombros-. En fin... Venga, sí. No me atrevo a dejarle solo. Al final, si le pasa algo me iba a sentir responsable... Espere que fiche la tarjeta y salimos. Será un momento.
-... ...- (“Al cine. Lo sabía. Lo sabías Ventura. Sabes más por viejo. Como siempre”) -De acuerdo.-responde el anciano- Muy amable -le dice al conserje mientras le devuelve el vaso de plástico pequeñito.- ¡Y disculpe lo de la póliza! Quizá pueda volver otro día...
- Sí. –le ataja la empleada- Otro día. Espérese aquí quieto, ande. Ahora mismo vuelvo.
Ventura la vio adentrarse, de nuevo, al otro lado del mostrador. Las sandalias de aguja corta le golpeaban el linóleo y las sienes con un andar rumboso, un rumor lejano. Era bonita la chica. Era preciosa. Qué paciencia había tenido. Fuera del mostrador aún sonreía. Dentro era implacable. Volvió repicando la tarima como cuando se fue. Venía leyendo algo en uno de esos teléfonos pequeños que tiene ahora todo el mundo y sonreía como una adolescente. Se había pintado los labios y soltado las horquillas. El atardecer le brillaba la melena corta, que le ardía con cada movimiento sin que ella se diera cuenta.
Agarró a Ventura de un brazo, como en las zarzuelas.
-Bueno, pues ya podemos irnos. ¡No, no se preocupe por las puertas! ¡Se abren solas! Hasta mañana Manuel.
La calle era una tibieza de adoquines y tacones. El aire se despejaba despacio con los últimos rayos de sol grande escondiéndose tras los edificios y la fresca de la tarde, que caía como un maná.
La calle olía a calle. Ventura y su rubia consiguieron bajarla juntos sin despegarse, con un mismo paso, silencioso y sincrónico, hasta llegar al Capital, donde la dejó sin apenas parar a despedirse.
En Madrid era Agosto.
En el corazón de Ventura también.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no echó de menos Buenos Aires.