jueves, 13 de octubre de 2011

Sabino

Las noches del Capital eran más que buenas, brillaban. La diferencia entre una función buena y una brillante es que de ésta última se sale con una estúpidísima impronta en la cara: la sonrisa, su irremediable hechizo. A veces la sonrisa es tan clamorosa y el motivo tan liberador que es necesario esconderla, sujetarla entre los labios para no ser blanco de todas las miradas. Otras, sin embargo, apenas surge, va poco a poco desfrunciéndose, desdibujándose como el cosido de un hilo barato que rompe, tal es la desilusión.
En ocasiones es imposible fingirlas. Es una cosa curiosa lo de las sonrisas.

Sabino salía ahora del trabajo con una de las más vistosas. Esa a la que acompañan ojos brillantes y cejas alerta y le convierten a uno en bobalicón a ratos intermitentes (ahora te acuerdas, ahora no). Una sonrisa, como tantos otros placeres cotidianos, de las que conviene ir olvidándose a lo largo del día si se quiere mantener la compostura.

Volviendo a casa, entre Delicias y Palos, observó su reflejo negro de túnel de Metro y pensó en si al morirse podría poner esa cara. No era un hombre guapo y la luz inclemente del vagón sacaba de él lo peor de su fachada. No importaba. Por alguna imprevisible razón, que sólo a Sabino correspondía disfrutar, amenizaba su trayecto mirándose y encontrando su semblante de lo más interesante y satisfecho, satisfecho e interesante, tic-tac; ahora-te-acuerdas, ahora-no, ahora-te-acuerdas,...

Todas las funciones le gustaban. No era un tipo sensible pero toleraba el arte. No se puede aguantar mucho de acomodador de teatro siendo sensible. La farándula lo acaba volviendo a uno loco; es muy divertida y tempestuosa pero también muy canalla: inventa, tergiversa, miente y manipula solo por diversión, sin importarle quién pague luego las consecuencias. Sabino sabía manejarse con ella porque era un hombre tranquilo; no hablaba mucho, no creía nada y sabía escuchar cualquier cosa. Hasta versos.

Lo suyo no era un tema cultivado, ni mucho menos, parecía una cualidad más bien innata. Además, un trabajo con literatura de fondo siempre ayuda un poco. Como sólo escuchaba primeros actos eran sólo esos los que se sabía de memoria. Algunos verso a verso, otros de corrido, como salidos de una lección. Los recitaba sin darse cuenta en sitios tan prosaicos como la bañera o la cola del estanco.
Al principio reparaba en el significado de lo que decían y hasta llegaban a gustarle algunos sonetos pero al cabo de dos o tres funciones la mejor cadencia se le hacía pesada y el soniquete inócuo como un anuncio de la radio. Nunca se le ocurrió leer ningún segundo acto ni quedarse hasta el final de la representación. De simple, no era curioso ni le encontraba la gracia al arte escénico. Sólo aprovechaba su prodigiosa memoria para recordar sin esfuerzo, desde que tuvo uso de razón, todas las alineaciones de la historia del Real Madrid, el Atleti y la Real Sociedad (herencia del abuelo que le puso nombre). Se farda mucho mejor con memoria. A él le gustaba considerarse un hombre práctico, nada más.

'Ahora-te-acuerdas, ahora-no', fue escondiendo su cara de tonto sonriente lo mejor que pudo hasta el final de la Avenida Ezquerra, la única todavía entera de adoquines. Entró en el octavo cé canturreando los versos más bellos que se sabía. Los había escuchado por primera vez aquella tarde. Aurora Mayo los había recitado en la arriesgada intimidad del camerino unos minutos antes de salir a escena. Sin atrezzo, maquillaje ni vestuario. Casi parecía que sin guión. Sólo para él.
Cercanos, al oído, las sílabas se le aterciopelaban tímpano abajo como un mal veneno. Abrazado al cuerpo de Aurora, aquella tarde repasó el tacto nuevo que le transmitían los dedos sin prisa, como acariciando un nuevo y delicado trofeo. Tan cerca que no podía ni mirarla sólo le escuchaba el pecho la respiración y los versos. Y ahora no se le iban de la cabeza.

Por más que Sabino los repitió y repitió mentalmente de camino a casa no sufrieron, esta vez, el fenómeno de pérdida; ni una gota se les fue del sentido originario. La misma tensión seguía ahí, la misma melodía no predicha, las mismas ansias. A Sabino se le incardinó ese ritmo como un torrente, un beso de palabras cada vez distinto que no se agotaba nunca. Esa adicción instantánea le andaba sin freno por las verbas y los sesos y además le ponía cara de memo.
Cuando se dió cuenta de que no estaba seguro de si realmente quería sujetar esa expresión tan delatora que llevaba se le reviró un poco el gesto. Cuando decidió que no lo pretendía en absoluto se asustó muchísimo y, una vez flanqueada la entrada del pequeño apartamento, permaneció varios minutos inmóvil sentado en el sofá de la sala de estar, paseando su sonrisa de bobo idiota por el infinito, una región del espacio-tiempo que, cuando no les alcanza con la vida, los humanos usan de prestado sólo para soñar.

Cuando Adela llegó a casa y lo adivinó así pasmado, idiotizado entre los perfiles de la primera noche ni siquiera encendió la luz. Cruzó la pequeña estancia con desgana y alcanzó la cocina en un esfuerzo sigiloso que le resultó eterno. Un cruel pero sincero fluorescente le alumbraba las bolsas rebosantes de zanahorias, leche en polvo, café y crema hidratante que había dejado caer a sus pies. Encima de la mesa seguían añicadas las piezas de un portafotos de boda que el zombi del salón había roto en un mal día de rabia y que, sin embargo, había prometido reparar casi ipsofacto hacía ya más de un mes. A Adela le dolían tanto las piernas que apenas hizo caso del otro dolor que se le iba agarrando al corazón y los lacrimales. A este, como al de las piernas, ya lo conocía y no tenía remedio.

Mientras iba colocando con calmosa parsimonia cada cosa en su sitio se escuchaba también por dentro. También ella llevaba inserto un torrente.
Ahora decía:
-Vaya por Dios. Otra puta corista.

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