lunes, 26 de septiembre de 2011

Falas de espera

Ahora, que ninguna reflexión es nueva, tampoco ningún silencio debería ser igual que otro. Aún así, en las calmosas salas de espera de todo el mundo se oyen silencios parecidos. Algunos hablan tu idioma y contaminan el que tú mismo tienes en mente; otros no son inteligibles, pero resuenan como una campana recién bruñida por entre los butacones, las mesitas de cristal y las revistas corporativas, -esas con artículos a bloque y fotos pequeñitas de corbatas-.
Algunos no están pensados para ser silencios aunque se quedarán en eso; sin duda, los más abrumadores.
Algunas salas no tienen ni siquiera mesitas.

En el bajo azul marino de High Mountain que hay frente a los blanquiazules, el aire suena a ansia, incertidumbre y prisa moderada. Cada nuevo participante en la espera añade su propia melodía de cafetera express y dientes bruxistas cuando cruza la puerta y se sienta frente a un panel electrónico a esperar su turno.
 Así, aún sin verbalizar, se oyen estrofas enteras de precios que no cuadran y sueldos que no alcanzan; estribillos sobre letras y pensiones, embarazos y créditos; novias que no hacen lo suficiente, maridos que nunca debieron llegar a serlo; jefes de Recursos Humanos a los que les tembló el boli bic, la pluma Parker, el Mont Blanc regalo de empresa tras cuarto de siglo de servicio; temibles anuncios de juguetes de Navidad; dictaduras de opinión impuestas en grupos de bar; cárceles familiares en las que uno entró voluntariamente; “el arrogante de tu primo, que lo juzga y opina todo en nuestra casa como si fuera la suya”, “la indiscreta de mi hermana, que seguirá inventándose lo que no pueda cotillear hasta que nos separemos”...

Combinados entre los cientos de 'Mañana empiezo' y 'Que lo haga otro' se resiste a lo inaudible algún 'Soy capaz' aislado. Algún 'Puede que' o 'Si hubiera suerte'. Estos escasos silencios optimistas se ahogan irremisiblemente entre otros miles de 'Y si' y 'No me atrevo' que conforman el tono monocorde del miedo y la mediocridad.
 Las calladas nunca pierden el ritmo y cuentan con un diapasón interno basado en el tedio y la rutina del resignado cum laude. Afinando el oído hay quien ha llegado a coreografiarlas pero son aburridas y no revisten mayor interés que el de llegar a la ventanilla con cierta dosis de donaire administrativo, como para solidarizarse con el funcionario y su, a su vez, también particular ritmo interno de congelación de sueldos.

Un poco más arriba hay otra sala con vistas al mar. En esa la espera es reposada pero jovial, si acaso más noventayochista y gastada, aunque con claro espíritu localista. Los que esperan troquelan el azul de la bahía con los ángeles y panteones marmóreos del cementerio más viejo de la ciudad, sito justo debajo del edificio institucional. Al llamar a los últimos, en los turnos de tarde, el sol se refleja como los oropeles modernistas de Rubén Darío sobre San Amaro y los minutos parecen no pasar, sólo derramarse sin prisa hacia el Atlántico.
Los asientos están todos colocados de espalda a las ventanas. Nadie dice nunca nada de esto.

Los que llenan la sala para su ya cotidiana visita al galeno comentan lo suyo y buscan aprobaciones de experiencia común. Llevan broches, medias de descanso y rebecas de entretiempo sobre los hombros y algunos hasta tirantes, camisas de cuello de almidón y plancha y masaje Floyd de recién afeitado, y así van llenando de infancias y nostalgias los rellanos de la sanidad pública con su cara de satisfechos, de sonreirse al pasar por ver que, dos o tres generaciones antes, ya han estado ahí donde estás tú.

En ocasiones, en la sala de Orilla del Mar no hay silencios, ni fuertes ni flojos; todo se habla a viva voz. Así es necesario conocer que Balbina López Marín, a la que han llamado por error hace un minuto pensando que sólo necesitaba recetas, hace ya varias semanas que se viene quejando de unos dolores 'del reúma' en la cadera. Al principio lo achacaba a las palizas que le daban los nietos 'pero claro, ahora ya no están aquí, porque a mi hija la destinaron a Cartagena y se fueron todos. Y qué quieres hija, pues a mí me duele que no estén, lo que los echamos de menos, JesúsJosé. Pero así te es la vida. Problemas ninguuuuno, lo que pasa es que me sigue doliendo la cadera. Que digo yo que será del reúma, porque mi cuñada Celia, la de Ribeira, también empezó así y mira ahora, en el Juan Canalejo día sí y día no. Así que aquí te estoy.'

Alguna otra mujer llamada Estrella o Remedios o Consolación, a la que llamarán Concha, rebotará en común entonces la historia de Balbina, aderezándola con sus propios nietos y dolencias hasta pasarle el testigo a alguien más que esté deseando explicarse y poner así sus ideas en orden. Finalmente, se termina debatiendo sobre patologías, diagnósticos y tratamientos. Todo se vuelve un poco más académico cuando también baja Amalita, una señora de Cádiz que tiene un hijo farmacéutico.

Otros de los que esperan no son de conocer ni conocerse, ni tienen su nombre a mano en la memoria por falta de uso. Buscan siempre asiento en la esquina izquierda de la jaulita salubre de Orilla del Mar, lejos de Balbina y los señores con tirantes. Una vez se acurrucan, se están un rato así, mirando abajo como ausentes mientras sobrevuelan los nichos y lápidas de un Cementerio Inglés que hay al lado del anterior, en un alarde de coraje ad tempore que daría escalofríos a cualquier otro con menos años.

El mutismo de estos sí viene bajito y hay que ponerle mucha atención para entender cualquier cosa porque estos silencios, en el fondo, no se fabrican sino que se hacen solos; la mayoría son recuerdos de reproches no acabados, pulsiones culpables antiguas que siguen en activo y encadenan una congoja a otra, como rosarios sin música, siempre con la misma cadencia de cantinela. 
Pesan y se les nota cuando se levantan a entrar en consulta, que les tira del lombo según caminan y no se pueden estirar. Nadie, sin embargo, les pregunta nunca por su reúma sin tener delante la tarjeta azul y blanca del Sergas, esa del número larguísimo. Tampoco por lo bien o mal que les crecen las plantas, si tienen mano con los perros grifón o los motes de cariño por los que se les conocía en el barrio en los años sesenta, antes de marcharse a Suiza.
Cuando la asistente sale al pasillo y levanta la voz con sus nombres no son quien de reconocerse hasta escucharse completo el último apellido.
A algunos hasta se les pasa el turno por eso.

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